miércoles, 22 de diciembre de 2010

El túnel


Justo al doblar la curva del hotel abandonado, enfila la larga recta. A vista de pájaro, la carretera parece una negra cremallera en medio del desierto. Excepto el motorista, nadie más circula. A lo lejos, a una distancia imprecisa, está la montaña. Única, solitaria, mastodóntica y -para los nativos de aquel país bárbaro y supersticioso- sagrada. Dicen que su grosor es mayor que antes, más prominente su cumbre, como si evolucionara igual que un animal vivo, aumentando año tras año, siglo a siglo, el volumen de su panza. Pero insensible a las leyendas, deponiendo las atávicas creencias de los nativos, el motorista emboca la entrada del túnel que lo cruza, hasta que abrupta, irremediablemente, lo gana el vértigo de lo insólito: cual conducto palpitante, las paredes del túnel se estrechan, se agitan ruidosamente, y, contra toda lógica, excretan cantidades ingentes y sebosas de jugos gástricos.

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